Fue un segundo que le partió la vida en dos. Voló, como en tantas otras
ocasiones similares: elástico, seguro, convencido. El remate de Alcides
Ghiggia traía la pelota que lo debía consagrar para siempre como lo que
era: un arquerazo. Pero esta vez, la decisiva, la más importante, la del
destino, Moacir Barbosa Nascimento no llegó. En ese instante que
todavía parece durar, aquel 16 de julio de 1950, el Maracaná era un
monstruo de más de 200.000 cabezas, un hervidero de gente sólo preparada
para la felicidad. Pero Uruguay, el ocasional invitado al festejo de
Brasil, terminó siendo el dueño de la alegría propia y del silencio
ajeno.
Se vivió como una tragedia deportiva en Brasil y luego se le puso nombre en el mundo: Maracanazo. También se eligió un responsable desde entonces y para siempre: Barbosa. "Llegué a tocarla y creí que la había desviado al tiro de esquina, pero escuché el silencio del estadio y me tuve que armar de valor para mirar hacia atrás. Cuando me di cuenta de que la pelota estaba dentro del arco, un frío paralizante recorrió todo mi cuerpo y sentí de inmediato la mirada de todo el estadio sobre mí", contó entre sollozos el arquero, ya con la certeza de que Brasil se había quedado a la sombra del capítulo más épico del fútbol mundial. Las consecuencias las retrató también el escritor uruguayo Eduardo Galeano: "Los moribundos demoraron su muerte y los bebés apresuraron su nacimiento. Río de Janeiro, 16 de julio de 1950, estadio de Maracaná: la noche anterior, nadie podía dormir; y la mañana siguiente, nadie quería despertar".
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